William Waller llevaba años encerrado, pagando un error olvidado ya por todos. Cumplía condena en la prisión de Larkhill, un lugar húmedo, frío y rodeado de verdor.
Sin embargo, pese a los días grises y el aire enrarecido, Will nunca dejaba de sonreir. El resto de presos le toleraban y le dejaban en paz por su carácter afable y desenfadado.
Incluso los guardas de la prisión permitían que el recluso caminase por las instalaciones llevando un viejo y desgastado pañuelo de color rojo sangre, un antiguo regalo, su única posesión valiosa en este mundo.
Pese a todo, Waller no tenía verdaderos amigos allí dentro, por lo que fue una sorpresa, cuando, meses antes de su salida, apareció en su celda un extraño e infortunado visitante.
Era pequeño, estaba aterrado y tenía el ala rota.
El pequeño gorrión entró en pánico cuando vió la «enorme» figura del preso.
Sin embargo, el anciano lo envolvió con cuidado en su pañuelo, y lo trató con cariño y esmero.
Armándose de paciencia, consiguió poco a poco alimentarle con ayuda de las sobras del desayuno, que solían ser migas de pan mojadas en agua, o reblandecidas en leche caliente.
Con gran dificultad y muchísimo cuidado, Waller consiguió inmovilizarle el ala, aunque ignoraba el tiempo que tardaría ésta en sanar.
Cada día William atisbaba por los barrotes de la pequeña y estrecha ventana, mientras veía a los otros pájaros de volar con libertad y gracia, y escuchaba su alegre canto. Cada día el preso esperaba pacientemente el día en el que su pequeño compañero volviera a alzar el vuelo.
A las pocas semanas, Waller le quitó el vendaje del ala, y el pequeño gorrión empezó a dar saltitos por la celda, inspeccionándolo todo con ardiente curiosidad.
Cuando ya llevaba un mes, el pequeño pájarillo se atrevía a planear por la celda, un trabajo no exento de gran esfuerzo, y el anciano se vió obligado a atraparle en sus manos, por miedo a que la impaciencia del gorrión volviese a lastimarle.
La respuesta del pequeño pájaro fue la de hacerle cosquillas, clavándole el pequeño pico entre sus dedos, lo que le provocó alguna que otra carcajada involuntaria.
Un aciago día, el preso se despertó repentinamente, pues el tremendo silencio de la celda le había despertado.
Buscó por cada rincón de la pequeña habitación de hormigón y cemento, trató de mirar a través de los barrotes que comunicaban con el frío pasillo, y finalmente se aferró a los barrotes de la pequeña ventana.
Se había ido.
Los próximos días, el viejo preso se vió sumido en una honda y profunda tristeza.
Sabía que llegaría a echar de menos a su pequeño y ajetreado compañero, pero al menos había contado con poder despedirse.
Uno de aquellos días de niebla, un guarda se acercó a Waller con una media sonrisa.
– ¡Mañana es tu día William!
El anciano recordó entonces que su presidio estaba a punto de claudicar, y pensó, algo más animado, en que podría buscar a su compañero por los alrededores para poder despedirse.
Cuando los guardas fueron a buscar a William, encontraron su cadáver frío sobre la cama.
Se percataron, extrañados, de la falta del preciado pañuelo del preso.
De forma distraída, Jackson, el guarda más joven se acercó a la ventana.
Fuera, sobre la valla, un gorrión sostenía en el pico un trozo de tela desgarrado.
Un trozo desgastado de color rojo sangre.